Enciende la luz

Cuando mi esposo y yo nos preparábamos para mudarnos al otro extremo del país, queríamos asegurarnos de permanecer en contacto con nuestros hijos ya adultos. Encontré un regalo especial: lámparas que se conectan de forma inalámbrica por internet, que se pueden encender desde lejos. Cuando se las di a mis hijos, les expliqué que se encenderían cuando yo tocara la mía, para recordarles con esa luz que los amaba y oraba por ellos. Por más lejos que estuviera, la luz se encendería también. Aunque sabía que nada podía reemplazar nuestro tiempo juntos, nos alentaríamos al saber del amor y las oraciones cada vez que se encendieran.
Todos los hijos de Dios tienen el privilegio de ser luces encendidas por el Espíritu Santo. Estamos diseñados para ser faros de la esperanza eterna y el amor incondicional de Dios. Al compartir el evangelio y servir a otros en nombre de Jesús, somos focos brillantes y testimonios vivientes. Cada buena obra, sonrisa amable, palabra de aliento y oración de corazón genera un destello de la fidelidad de Dios y su amor incondicional y transformador (Mateo 5:14-16). Cuando Dios, por medio de su Espíritu, brinda la iluminación verdadera, nosotros podemos reflejar la luz y el amor de su presencia. Dixon - Pan Diario

Como Jesús

Cuando era niño, el teólogo Bruce Ware estaba frustrado de que 1 Pedro 2:21-23 nos llamara a ser como Jesús. En su libro El Hombre Cristo Jesús, escribió sobre su exasperación juvenil: «No es justo, decidí. En especial cuando el pasaje dice que sigamos las pisadas de uno que “no hizo pecado”. Era totalmente disparatado […]. No podía entender que Dios pretendiera que lo tomáramos en serio».
¡Entiendo por qué Ware consideraba tan desalentador ese desafío bíblico! Un antiguo coro dice: «Es mi deseo ser como Cristo; es mi deseo ser como Él». Pero como señaló correctamente Ware, somos incapaces de hacerlo. Librados a nuestro propio esfuerzo, jamás podríamos ser como Jesús. Sin embargo, no somos librados a nuestro esfuerzo personal. El Espíritu Santo se le ha dado al hijo de Dios para que, entre otras cosas, Cristo pueda ser formado en él (Gálatas 4:19). Por lo tanto, no debe sorprender que en el gran capítulo de Pablo sobre el Espíritu, leamos: «Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo» (Romanos 8:29). Dios se ocupará de que su obra se complete en nosotros. Y lo hace mediante el Espíritu de Jesús que vive en nuestro interior.
¡Qué consolador saber que este es el gran deseo de Dios para nosotros! Bill - Pan Diario

Promesas inimaginables

En nuestros mayores fracasos, puede ser fácil creer que es demasiado tarde para nosotros; que hemos perdido la última oportunidad de tener una vida digna y con propósito. Así describió su sentir Elías, un exprisionero de una cárcel de máxima seguridad: «Había roto […] promesas; la promesa de mi propio futuro, la de lo que podía llegar a ser».
«Iniciativa carcelaria», un programa de la Universidad Bard, fue lo que comenzó a transformar la vida de Elías. En 2015, participó en un debate por equipos contra Harvard… y ganaron. Para él, ser «parte del equipo [fue] una manera de comprobar que esas promesas no estaban perdidas por completo». Nuestro corazón experimenta una transformación similar cuando empezamos a comprender que la buena noticia del amor de Dios en Jesús también se aplica a nosotros. No es demasiado tarde —comenzamos a darnos cuenta maravillados—. Dios todavía tiene un futuro para mí. Y ese futuro no depende de nosotros, sino de la gracia y el poder extraordinarios de Dios (2 Pedro 1:2-3). Un futuro que nos libra de la desesperación de este mundo y llena nuestro interior con su «gloria y excelencia» (v. 3) nos confirma las promesas inimaginables de Cristo (v. 4) y se transforma en «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Romanos 8:21). Monica - Pan Diario

Fortalecido por la gracia

Durante la Guerra Civil Norteamericana, la pena por desertar era la muerte. Pero los ejércitos de la Unión raras veces ejecutaban a alguien, porque su comandante en jefe, Abraham Lincoln, perdonaba a casi todos. Esto enfurecía al Secretario de Guerra, quien creía que eso solo incentivaba la deserción. Pero Lincoln empatizaba con los soldados que cedían ante el miedo en el fragor de la batalla. Y sus soldados lo veneraban por esa empatía. Amaban a su «Padre Abraham», y querían servirlo más y mejor. 
Cuando Pablo invita a Timoteo a unirse a él en «[sufrir] penalidades como buen soldado de Jesucristo» (2 Timoteo 2:3), lo llama a cumplir una tarea difícil. Un soldado debe tener dedicación plena, trabajar duro y no ser egoísta. Tiene que servir a su Comandante en jefe, Jesús, de todo corazón. Pero a veces, no somos buenos soldados. No siempre servimos fielmente. Por eso, la frase inicial de Pablo es importante: «esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús» (v. 1). Nuestro Salvador rebosa de gracia; empatiza con nuestras debilidades y perdona nuestros fracasos (Hebreos 4:15). Y así como aquellos soldados eran alentados por la compasión de Lincoln, los creyentes somos fortalecidos por la gracia de Jesús. Queremos servirlo más y mejor porque sabemos que nos ama. Pan Diario

No somos Dios

En Mero cristianismo, C. S. Lewis recomendó hacernos algunas preguntas para averiguar si somos orgullosos: «¿Cuánto me disgusta que los demás me desdeñen, que no me tomen en cuenta, […] se crean superiores a mí o alardeen?». Lewis consideraba que el orgullo era un vicio de «suprema maldad» y la principal causa de desgracia en los hogares y las naciones. Lo llamó un «cáncer espiritual» que devora la posibilidad de tener amor, satisfacción e, incluso, sentido común.
El orgullo ha sido un problema siempre. A través del profeta Ezequiel, Dios advirtió al rey de Tiro contra el orgullo, y le dijo que desencadenaría su caída: «Por cuanto pusiste tu corazón como corazón de Dios, por tanto, he aquí yo traigo sobre ti extranjeros» (Ezequiel 28:6-7). Entonces, sabría que no era un dios, sino un mortal (v. 9). Lo opuesto al orgullo es la humildad, la cual Lewis denominó una virtud que recibimos al conocer a Dios. Dijo que cuando nos relacionamos con Él, nos volvemos «deleitosamente humildes», aliviados por liberarnos de la insensatez de creernos dignos de algo. Cuanto más adoremos a Dios, más lo conoceremos y más podremos humillarnos delante de Él. Que seamos de aquellos que aman y sirven con alegría y humildad. Amy - Pan Diario